viernes, 4 de noviembre de 2011

Relato enviado por Salman y Mª del Mar.

Bajaba Aurelio por el sendero apoyado en su viejo callao mientras no quitaba su triste mirada al castaño dormilón y diciéndose a sí mismo: ¿te das cuenta de cómo han pasado los años?
Se acordaba de aquél 1.927 cuando el anciano maestro Andrés cogió dos semillas de castaño  y las plantó queriendo explicar a los alumnos lo maravillosa y milagrosa que es la naturaleza. Ese mismo año conoció a Isabel,  ¡Qué inocentes eran!
 Al dejar la escuela, esas dos plantas se habían transformado en sendos árboles, uno más grande que el otro; al pequeño lo llamaron “el castaño dormilón”. Cuántas veces había correteado con Isabel a su alrededor, había perdido la cuenta. Y cuántas tardes de verano se habían sentado a su sombra a leer o a jugar a las cartas. Con el paso de los años ese árbol  se había convertido en testigo de lujo de sus vidas, formaba parte de su historia, como si se tratara de un compañero de fatigas.
También se acordaba de lo duro que fueron los años posteriores a la guerra, donde había perdido a muchos seres queridos tras el bombardeo sufrido. Milagrosamente, el castaño dormilón no había sufrido ningún daño, a pesar de los intensos incendios provocados por las bombas.
Llegaron años de tranquilidad. La vida se reducía a cosas cotidianas. Los veranos, siempre que podían, acudían  al árbol a disfrutar de su sombra, del frescor que provocaba el viento cuando atravesaba sus hojas, del olor de la hierba que se extendía a sus pies… Cuánto daría por volver a vivir esas sensaciones junto a Isabel.
Pero Isabel, mi vida, ahora ya no estás aquí. Te fuiste lejos, aunque te siento cerca, porque siempre estarás cerca.
Querido castaño dormilón, eres el único que sabe que Isabel está aquí a tus pies. Te pido, por favor, que  cuando llegue la hora, recibas mis cenizas con el mismo cariño y que nos permitas descansar a tu lado.
Se dio la vuelta en el camino y cuando anduvo varios pasos giró la cabeza fijando la mirada en el castaño, en ese preciso instante el viento agitó una de sus ramas como si de un guiño se tratara, provocando una emocionada sonrisa en la cara arrugada del anciano.
Mi querido castaño dormilón, no tengo más que palabras de agradecimiento hacia ti.

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